Le dijo Jesus: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. (Juan 11:25)

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El sentido común y su hijo

Los métodos y las filosofías sobre la disciplina han sido punto de acalorados debates y desacuerdos a lo largo de los últimos setenta años. En el drama han intervenido por igual psicólogos, pediatras y catedráticos universitarios, todos diciéndoles a los padres cómo criar correctamente a los niños. Lamentablemente, muchos de estos “expertos” directamente se han contradicho entre sí, difundiendo más conflicto que luz acerca de un tema de enorme importancia.

Tal vez por eso el péndulo pasa de un lado a otro regularmente, por un lado el rudo opresor y por otro la permisividad sin estructura que vimos a mediados del siglo XX. Ya es hora de que nos percatemos de que ambos extremos dejan sus cicatrices características en la vida de las jóvenes víctimas, y sería difícil decir cuál de los dos es el más dañino.

En el extremo del espectro donde se toma una postura opresora, el niño sufre humillación de una dominación total. La atmósfera es fría y rígida, y vive en constante temor. Es incapaz de tomar sus propias decisiones, y su personalidad queda aplastada bajo la bota de la autoridad de sus padres. De esta dominación persistente pueden brotar características duraderas de dependencia, un temor profundo y permanente, e incluso la psicosis.

Debemos tomar nota de que el extremo opuesto es también perjudicial para los niños. Ante la ausencia de autoridad de los adultos, el niño se convierte en su propio amo desde su más tierna infancia. Piensa que el mundo gira alrededor de su caprichoso imperio, y con frecuencia muestra absoluto desprecio y falta de respeto por quienes están más cerca de él. La anarquía y el caos reinan en su hogar, y su madre suele ser la mujer más nerviosa y frustrada del barrio. Las penurias que ella soporta bien valdrían la pena si esa condición produjera niños sanos y seguros de sí. Pero es bien claro que no los produce.

Hay una noción simplista de que los niños desarrollarán actitudes dulces y cariñosas si los adultos les permitimos y les estimulamos sus berrinches durante la niñez. Según esta postura, se puede esperar que ese chiquitín, que durante seis o siete años ha estado llamando “mala mujer” a su madre, la abrace de repente con amor y dignidad. Tal resultado es extremadamente improbable. Esa creativa “política de comprensión” (que significa quedarse sin hacer nada) ofrece en muchos casos un boleto de ida sin regreso hacia la rebeldía de los adolescentes.

Creemos que si desea que los niños sean amables, agradecidos y agradables, esas cualidades hay que enseñarles, en vez de simplemente tener la vaga esperanza. Si queremos ver en nuestros hijos cualidades como la honradez, honestidad y generosidad, entonces esas características deben ser los objetivos conscientes de nuestro proceso de instrucción en su infancia.

El argumento es evidente: la herencia genética no equipa al niño con actitudes apropiadas; los niños aprenden lo que se les enseña. No debemos esperar que la conducta anhelada aparezca por arte de magia si no hemos hecho nuestra tarea desde el principio.

Si ambos extremos son perjudiciales, ¿cómo encontramos la seguridad de un punto intermedio? No creemos que la comunidad científica sea la mejor fuente de información acerca de las técnicas apropiadas del papel de padres. La mejor fuente de orientación para los padres se puede hallar en la sabiduría de la ética judeocristiana, que tuvo su origen en el propio Creador y luego transmitida de generación en generación, desde los tiempos de Cristo.

Examinemos cinco fundamentos de la crianza de niños basados en el sentido común:


1. Inculcar respeto por los padres es el factor crucial en la educación del niño. Es imperativo que el niño aprenda a respetar a sus padres, no para satisfacer su ego, sino porque su relación con ellos sirve de base en su trato con el resto de la gente en el futuro. Su modo de ver la autoridad de los padres en los primeros años se convierte en la piedra angular para su actitud futura ante la autoridad escolar, los funcionarios de la ley, los jefes y otras personas con quienes en algún momento va a convivir y trabajar. Además, le ayudará cuando el niño llegue a adolescente. Pero recuerde: este respeto debe ser recíproco.

2. La mejor oportunidad para comunicarse suele darse después de una acción disciplinaria. No hay nada que acerque más a los padres con su hijo que el que la madre o el padre ganen decisivamente después de ser desafiados con insolencia. La demostración de la autoridad de los padres es algo que reconstruye el respeto como ningún otro proceso puede hacerlo, y con frecuencia el niño revelará su cariño después que se sequen las primeras lágrimas.

3. Ejercer el mando sin criticar constantemente (¡sí, es posible!). El gritar y criticar constantemente a los niños se puede convertir en hábito, y por cierto un hábito inútil. Los padres y madres suelen usar el enojo para lograr acciones, en vez de usar acciones para lograr acciones. Es agotador, ¡y no da resultado!

4. No saturar al niño con cosas materiales. Las exigencias de los niños por recibir juguetes caros son generadas con todo esmero por medio de millones que los fabricantes invierten en la publicidad por televisión. Y es que al darles a nuestros hijos todo lo que quieren, les inhibimos del sentido de aprecio. Su falta de expresividad proviene del hecho de que los regalos que se obtienen con facilidad tienen poco valor para él, sin importar cuánto hayan costado a quien los compró. Además, darles todo lo que desean les roba el deleite. El placer se da cuando se satisface una necesidad intensa. Si no existe necesidad, no hay placer.

5. Establecer un equilibrio entre amor y disciplina. Esta la noción fundamental sobre la cual descansa toda la relación entre padres e hijos. Se encuentra en un cuidadoso equilibrio entre amor y disciplina. La interacción de esas dos variables es crucial.

 
 

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